domingo, 10 de mayo de 2009

LA LUNA NEGRA DEL ESPEJO

Segunda Parte

Del espejo sangrante

 

Cuando el mundo es oscuro

su rostro es el mismo

con los ojos abiertos o cerrados.

-Félix Dauajare-

 

 

I

El mundo de Pykulas

 

Pykulas visita la superficie cada luna nueva. Por tres días abandona su mundo repleto de seres que devoran la carne de los muertos, para iluminar su rostro con la luz artificial de las calles; pero sobre todo, para visitar la biblioteca del antiguo monasterio junto al río. Parece una gran celebración por el movimiento que puede percibirse a través de las ventanas, en los cánticos que salen y se propagan por las estrechas callecillas que conducen a la plaza principal, haciendo que algunas casas cierren sus ventanas de madera húmeda, para aislarse de la mezcla de voces guturales y agudas de los coros en la enorme construcción.

Pykulas asciende por la escalera larguísima, cuidándose de no resbalar en las humedades del moho. No hay luz en el ascenso pero él no la necesita. Su tacto es denso como la mirada obscura y un eco le guía escurriéndose por los pasillos. Sale de un sótano en el edificio de un antiguo palacio medieval, ubicado en el barrio de los germanos. Las calles de los alrededores son poco frecuentadas, pues las lámparas de neón son destruidas regularmente. Y en su oscuridad peregrinan los Velos cuando salen a la superficie para sumarse a los aliados de Pykulas. Sólo él es invulnerable. Recorre unas cuantas calles para acercarse al río y abordar la barca de madera crujiente. Quienes lo ven desde sus casas perciben el vapor violáceo que parece desprenderse de su rostro, una especie de vaho pestilente que atrae escarabajos. Cuando se aleja en el canal, es seguido por un séquito de espectros deslizándose muy cerca de la superficie del agua.

Pykulas llega al pequeño embarcadero que usaban antiguamente los monjes, para embarcarse y visitar los islotes cercanos, cuando no existía aún la ciudad y empezaron a construir un cenobio, que luego crecería a monasterio, ayudados por druidas. Extraño contubernio, pero necesario, decían, para alejar del terrritorio a los seres malignos que brotaban de la tierra, y traían consigo el infortunio entre los pocos aldeanos. Varios siglos más tarde se fundó un pueblo de lituanos y escandinavos; los monjes fueron desapareciendo inexplicablemente, quedando el monasterio convertido en biblioteca, por la labor incansable de los amanuenses, únicos personajes inmunes al dominio de los Velos.

Pykulas sube la escalinata y entra al enorme lugar: la nave de la iglesia que luego fue el refugio de centenares de manuscritos. Apenas lo iluminan algunas candelas colocadas en el centro de la nave. Cruza el espacio y entra al claustro del monasterio. Allí lo esperan en los corredores y las habitaciones sus aliados, que han salido de todas partes de la ciudad fría y obscura, para la celebración de cada veintiocho días.

Nelaima aguarda desde el fondo del pasillo largo, frente al muro en donde la mesa de sacrificios ondula en espera de sangre fresca. A un lado está una celda con una puerta muy baja, enrejada. Desde ella se escuchan los únicos sonidos: la queja apagada que sale desde el interior invisible. Ella cruza con Pykulas la mirada, y de esta conjunción emana la única fuente luminosa del ritual. Está orgullosa de poder asistir a ese momento. Los niños escasean en la ciudad y sus alrededores. Para iniciar la celebración se entonan cánticos profundos, tan fuerte que retumban las paredes de piedra. Y en las calles cercanas, la gente se recluye en sus casas.

 

II

Pájaros negros lloran tus ojos

 

Se escuchan tus tacones huecos, ondulantes por toda la nave de la vieja iglesia, repleta de cuervos y pavos alborozados. Desde la cabeza de los santos antiguos, llenas de excremento, los cuervos observan adustos. Un piano sordo tecleado por el viento deja escapar agudas notas. Algunas cuerdas largas de luna entran por los agujeros de las techumbres, y al rozar contra tu cuerpo un vapor de hojalata se condensa a tu paso. Son las viejas premoniciones, los malestares antiguos que llegaron un martes. Observas los retablos convertidos en libreros. Viejos manuscritos que hablan de plegarias y sacramentos, son testigos de las decenas de ojos que te contemplan, que te desean y fingen ignorarte. Caminas dando giros y me observas sentado frente a una mesa enorme, acariciando las hojas de un libro. Los pájaros son peores en la penumbra; sus ojillos parecen lejanas estrellas mirándonos desde los muros, a donde les llega un poco la luz de las lámparas. Laume, sabes que retrocedo frente al espejo que simula tu silueta, que aguarda tu memoria. Tu respiración helada me penetra los pulmones y las venas. Tus piernas blancas describen el trayecto de los cometas cuando te acuestas en la mesa, tendida sobre los libros. Me dices que no es verde el agua; que tus senos parecen dos fiordos coronados de sangre, muy cerca de mi rostro. Pienso en tus manos, blancos calamares trenzados a mi cuerpo de acero, cuando cruzo el canal por su parte más ancha. Morirás tú también antes que la luna deje su cresta y se vuelva yogurt, dijiste mientras tirabas tu vestido negro en el piso. Otra vez es martes. Sabes que no puedo librar la lucha contra el deseo. Que odio y anhelo la ocasión de estrechar, como cada siete días, tu cuerpo de cristal contra el mío. Contemplar tu belleza repetidas veces en los espejos y saber que no eres ella. Que ese brillo es solamente una ilusión hablándome desde dentro, y en verdad no conozco tu rostro. Cada vez que estoy contigo, necesito más tu sangre. Y parece nunca terminar. Pareces nunca morir.

Los pájaros nos miran como en un espectáculo. Desde sus nichos arrojan graznidos y aletean de vez en cuando, para sacudirse la lujuria que les contagia. Desde una esquina de la nave, algunas luces de colores combinadas con sonidos breves, producto de los monitores y las interrupciones del voltaje, me distraen constantemente. Pero tú pareces ignorarlos. Te levantas de pronto de la mesa y recorres desnuda algunos metros, llamándome hacia otra mesa repleta de frascos humeantes. Un teclado y un monitor contienen caracteres desconocidos para mí. Me tiendo a tu lado retirando algunos alambres de colores de los cuales brotan chispas. La mesa mojada produce descargas eléctricas que me cosquillean los antebrazos. Laume, tus ojos se posan en los rayos de luna, náufragos entre el vapor y las grietas de la cúpula; tus iris se extravían dejando una blanca sensación en ellos. Tu risa congelada, tu cuerpo quebradizo… Con una barra metálica te destrozo de un golpe. Los cuervos gritan y aletean dejando plumas en el ambiente. Los pavos se esconden bajo las mesas. Las computadoras se apagan. Sobre la mesa observo el libro que servía de apoyo a tu cabeza: un grueso manuscrito en cuya portada se ven algunos símbolos, semejantes a runas. En el canto superior del mismo, dos escudos en marcas de fuego atraen mi atención. Uno de ellos es una especie de emblema, con tres símbolos orgánicos, dos brazos cruzados y una estrella de cinco puntas al centro. El otro, un escudo simétrico, lleva en su parte superior una gran corona trilobulada, y en el centro, una estrella con una cruz invertida, y las letras M y O a cada uno de sus lados. Sin poder abrirlo, regreso a la calle pensando en ti, Laume, con un deseo reprimido en cada herida de vidrios de mis brazos. Alguna cerveza hará olvidar esta noche tu sexo. Y el deseo de sangre congelada recorriéndote las venas y bañando mi cuerpo. Por las baldosas de la calle obscura rebota un eco bien conocido, el de tus tacones metálicos sonando hueco, siguiendo mis pasos en la calle solitaria. Hasta perderme entre la neblina para llegar al muelle.

 

III

Laume

de labios negros

te mueves dentro de la bóveda celeste en los confines de un pequeño universo donde está todo lo que no se queda fuera sobresalto en las líneas perfectas que dibujan tus labios negros símbolo de mujer que mediana humano y espejo o acaso como el rostro incofundible de la fatalidad que me absorbe cuando devoras la noche deseosa de volar sin luna tus ojos cansan de no posarse en nada y tal vez con un color desconocido en una oquedad sin palabras que no basta con pensarla si no la respiramos esta es la superficie de piedra alrededor de la obstinación de tus manos golpes condensados en una memoria que se agota y oculta bajo un nombre bajo un rostro nocturno que me mira con crueldad detrás de tu espejo ahora que te abandonas en lágrimas de hollín y cenizas de sangre en que el horror de la noche muerta se desnuda sirviendo a una historia prohibida a un resumidero de sueños jugueteando con el relámpago estival de las pupilas muertas con lo suave de tus labios montados en los de ella maldita traidora hostil elíxir nauseabundo emético tus sienes coronadas de espinas incrustes y aros perforándote pezones al beber del santo grial con los siglos de la tierra a cuesta y en desorden el humear de tus manos mientras ojos extraviados ingles soliviantadas meciendo la humedad que las estrecha con él o ella horado profundo apaciguándose por cuchillo lúbrico y dactilares encuentros dormida en lunación blanca transparente tu piel labios negros e hilillo de jugo rojo desde tus mejillas hasta el cuello deseos sí dormir contigo beber de tus incisivos rozar tus alas emplumadas y lastimar mi cuerpo con las puntas de tu traje entallado en piel obscura música metálica adherida a las estrellas sin rostro a la luna que cuelga del cielo pesado como un presagio como una puerta púrpura como una pobre pendeja

  

IV

Blena:

La vida sólo nos ha tocado en un velorio. Las gargantas atragantadas con veneno, mi cuerpo y mi espíritu desintegrándose, un alma borracha y vacía que antes se conformaba con vino rojo o cerveza obscura, pero hoy anhela un sorbo de sangre caliente. Abandonado, ensombrecido, me he visto perdido al pie de una montaña ahora que siento como no soy ya solamente una persona, y que deseo hablar y entender el lenguaje de ella, o dormir en el dominio de los Velos. El mar no tiene palabras, me ha visto morir y ha visto al viento callarme de un botellazo en la boca. ¿Por qué no hay un reloj que sincronice en tu nombre, que retumbe cuando la computadora me llama y escribe las respuestas?

Llegaste después de que ella sin hablarme se apropió de la habitación, me dio un pequeño mordisco, cercano al oído, y alcancé a escuchar las palabras ardientes de un ángel odioso y desesperado.


V

También el llanto en las tinieblas

 

Yo soy tu camino, mi verdad, nuestra vida

Laume.

Te miré venir desde la ventana más alta, la cubierta de papeles y telas. Flotabas como la bruma que envolvía tu cuerpo; nada tocabas de este mundo viscoso, tus pies blancos colgaban del vestido largo y goteaban un rastro de sangre sobre el piso congelado. Al mirarte, las llagas y heridas de mi cuerpo enrojecieron, desprendiendo un vapor frío. Cómo no amar ese hielo agudo que penetraba mis vísceras y me mantenía alerta. Ese hielo que crecía en tus uñas y que te dolía más a ti al enfrentarte a la duda: de cualquier forma, no había diferencia entre los dos mundos, no hay arriba ni abajo, pues ambos son dominio de los dioses negros. Miré cómo te aproximabas en ese sopor ligero y escarchado, y la luz de la luna dejaba ver tu reflejo en el agua del muelle. Mi puerta permanecía cerrada y yo aguardaba del otro lado en silencio. El deseo me hacía temblar pero el dolor anterior, aún latente, se aferraba contra el cerrojo metálico. Pensaba en Blena y en el deseo de los tormentos sutiles que amaba, cuando me perforó el rostro, las manos y la piel del abdomen. Ahora todo se diluía en pasado y aguardaba de espaldas para sentir tus palpitaciones separadas por la puerta. Te amé como un infinito contenido, como un alarido en las noches cromadas, como la fuerza y la lujuria que la sed maligna dominaba en mí. Cómo no amar esa piel tan blanca, desnuda hasta el cansancio, montada en un espíritu ciego, en una lengua confundida repleta de malicia y deseo, en una sed hematófaga y un olvido que entrañaba tu memoria.

Detrás de la puerta un silencioso llanto colgaba despacio y rompía contra el piso. También lloran los espíritus negros. También las almas contrahechas sufren por la sangre no vertida, por la ignominia ante el destino que difícilmente une lo amado. Por la gran Mentira Original: nuestro verdadero pecado fue pensar algún día que la luz, el calor, el arriba... eran lo único, lo necesario. El dudar de la unión de los contrarios. El creer en un dios estéril e inútil sin las fuerzas obscuras que le dieron vida y sentido.

Te alejas del muelle y vuelves a la ciudad dormida, con una nube y un espectro de Velos detrás de ti, soñándote en cuando eras Blena, mientras tu rostro va formando lentamente sus facciones, y tus pies descienden despacio sobre la tierra.

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