jueves, 25 de octubre de 2007

Los placeres de la luna nueva

«Cerré mis ojos para abrirlos dentro de los suyos» (Octavio Paz)
«No soy yo quien late sino mi deseo» (Laura Elena González)

El frágil recuerdo se mece entre la aturdida ensoñación de la mañana. Me incorporo de la cama lentamente, fijando con obsesión las imágenes de Selene y el último encuentro nocturno, como si la presión del pulgar y el índice sobre los párpados cerrados pudieran grabarla e impedir que escapara. Con el calor que huye de la almohada, también los personajes de la reunión se marchan. A cada segundo ella parece alejarse de mi lado, hasta que repentinamente los rayos de sol que se filtran por la persiana impactan la delgada remembranza de su rostro haciéndola volar en pedazos. Los trozos cristalinos y agudos se desparraman en la cama y en mi afán de unirlos para recobrar sus facciones, los filosos cantos rasgan regiones de mi piel manchando las sábanas de rojo, sin conseguir traerla. Mientras me visto, el tacto de las ropas me empuja a percibir su piel difusa, tan pálida como en el dibujo que revelara ambiguamente sus facciones.
El mentol de la crema de afeitar y el agua helada estremecen algunas células adormecidas, y en el filo de la navaja, el brillo de sus pupilas oscuras resalta de nueva cuenta. Del humo del café y los ecos de las noticias que emergen de la tele, Selene va tomando forma. Ahí estamos de nuevo, en aquel lugar oscuro rodeados de desconocidos interponiéndose a cada segundo, en el telarañar de papeles y murmullos que me confunden cuando me guío por su aroma o por el sutil resplandor de sus manos blancas orquestando en cámara lenta a quienes aquí se encuentran. Al intensificarse la oscuridad, la luna que se filtra por las ventanas reaviva la blancura de su piel y la profundidad de sus ojos, en los que despierto cuando cierro los míos para escapar del tumulto y la indiferencia. En esa conjunción interna las voces del alma dialogan, y de vez en cuando algunas brotan de sus labios tenues para despertarme del paroxismo, de la estupefacción, y en frases comunes ocultarle el te deseo que no puede desincrustarse del cerebro maderado, de los pensamientos resinosos que se escurren hasta la mañana entre los rayos que cuelgan de las persianas y las ramas de los árboles en el jardín.
Por el camino cuento las líneas que cruzan las banquetas y las hojas que arrastra la brisa con pereza. Los charcos reflejan las nubes y repentinamente me parece ver su silueta invertida, la sedosa negrura del nylon que envuelve sus piernas blancas, bañadas de noche, húmeda sensación escurriéndose de su pelo tan cercano, de su aliento fresco y sólido, como de menta. La rueda de la bicicleta que pasa disuelve la escena y me obliga a seguir el camino hasta llegar a la oficina. En los escalones de concreto las espirales de arena me marcan la ruta y mis pasos se arrastran a la par que los pensamientos, los que reflejados en el cristal oscuro de las ventanas me detienen temeroso. Desde el interior algunos ademanes, tal vez pases mágicos, los dispersan para que pueda continuar, llegar a su encuentro, ser devorado por el pasillo que como embudo converge al sitio de los ritos nocturnos, de sus dactilares naufragios, de la nieve perniciosa que le arrebata el deseo esculpido en las neuronas. La mañana transcurre y ella no aparece. Los perfiles de los muebles me revelan algunos paisajes urbanos conocidos y los ruidos mecánicos emulan música concreta. Me cansan los paseos ceremoniales entre las máquinas y las voces que zumban y no escucho. Para seguir obsesivamente sus mensajes me instalo en la oficina, lugar sembrado de hojas blancas y libros. Algunas veces el fuego del horizonte acalora los textos que surgen inconscientemente de la pantalla, en un golpeteo ceremonial con el teclado. Profundas heridas incorporo en el papel, quien sin protesta acepta de buena gana cuando cicatrizan en colores una decena de veces su nombre, perdido apenas entre el denso mar de tintas:

Si soy el rumor de mañanas que graznan / si aletean los rayos en las pestañas y tu piel finísima se me presenta: / blancos reflejos que brotan entre bruma, disociada esperanza/ semblante oculto entre mis temores, frutos madurados con prisa.
Si tus ojos en ascuas, luz sonámbula derramada en mí/ oscuridad que se ausenta/ solazando la distraída mirada en su reflejo/ especulares ardides para filtrar / mi terquedad, mis tantos años en ti / en tus sueños y en los míos enlarvados / como esta aparición imposible / que se mece en tu húmeda belleza.
Si la mañana cabe en tu mirada y el sueño se aloja entre tus dientes, el silencio se aposenta / y levanta tu esfinge en este duro mar de ansiedades y desvelos iguales / disfrazados como uno mismo / vanos discursos deshilados me separan / cada día más de ti, contemplación / interrupto que me obliga / amistades, pretexto sutil para huir del aire.

El sol se pone de nuevo radial y su estrella de seis puntas apenas se nota. Saliendo la encontré en el camino helado. Seguía las huellas de la Osa Mayor rodeada de luciérnagas. Apresuré el paso e incorporé la mirada cuando Selene me dirigió la suya. Mis ojos de nuevo renacieron en los suyos redondos y sonrientes agazapándose del frío. Y de nuevo en la encrucijada de la noche, bajo el manto de la luna nueva cobijándonos por completo, nos guía ese tacto de cristales ahumados, conteniendo cada uno las palabras que armarán su leyenda, su verdad, colgados en un denso candil tintineando mecidos por el viento nocturno, música sensual que se acompasa con las venas y el pulso, hasta descender veloces pedazos de la bóveda celeste en vertical estallido del alba, sobre la cama, sobre mi espalda, sobre el corazón abrasado, conteniendo cada uno el embrujo de sus manos blancas, de su piel dormida, la voz tranquila y la figura nueva; los años verdes y su mirada oscura que duerme dentro de la mía.