domingo, 18 de noviembre de 2007

Hasta la madre de rock

Aquí pasó lo irremediable
se fue el cuerpo
se fue la imagen
la posibilidad y todo
(“Aquí se fue todo”) -Félix Dauajare-

Qué duro pega el golpeteo de los graves brotando de las bocinas, colgándose de las paredes y los libros, haciendo espirales en mis orejas y a punto de reventarme hasta los ojos, me pregunto si tu desafío de veras me contiene, o sólo oculta el valor de arrastrarme hasta tus pies por el asfalto de las calles, hurgar entre los basureros para asirme de las huellas perdidas de tus despojos, de latas de cerveza que te besaron en la boca y recogieron tu saliva. Las voces cantan deslizándose ahora en los sonidos agudos y lineales que se mezclan con el humo del cigarro que olvidaste, humo que me abrasa alojándose en la ropa y los sentidos. El tinto se pega en el vaso y adopta formas coloridas, bebo de él, tomo tu sangre en sorbos pausados mientras la angustia se revierte de nuevo, torturando mi cerebro, por estas voces que me acompañaron con su música desde el día que nos conocimos. Sí, desde ese sábado en que conjuntaron tierra y fuego, ahí en la glorieta del metro insurgentes donde las medusas de la tarde se hundían como en la arena; perdidos en la tiendas, mientras tu silueta perfilada en la likra blanca amordazaba mis sistemas. Iluminaciones en nuestra materia cuando intersectamos las miradas, tu claridad abismal eclipsándome por completo, soledad del brillo, ni más rojo ni menos perceptible que la leve sonrisa en fuga, destapando oquedades por donde fluyó mi cerebro ante tu orgullo tan femenino.
De la librería salí tras tus pasos que se internaron en el hormigueo de la plaza circulando a cualquier parte. Y cuando me doblegaba sentándome en un arriate, verte de pronto ahí en una mesa de la cafetería, bañada de luz amarilla, confundidas sensaciones que se mezclaban con el gris del smog y el murmullo de los que salían de las escaleras. Me observabas de nuevo y mi temor fue más grande que la insubordinación de los sentidos, hasta dejarte partir sin acertar a seguirte, conocer tu voz siquiera, lamentarme entre estas canciones dolidas del sonido ambiental que te persigue en la infinita noche, en la infinita ciudad, cuando era demasiado tarde. En un secreto impulso tomar tu lugar en la cafetería y sentir el calor reciente que aún yace en la silla y en la taza. Levantar esta última y acercarla a mis labios en un beso imaginario, devorando tu lengua y tu perfume en el carmín que estampa un esqueleto de tu boca. Cuando abro los ojos la mesera sonríe e involuntariamente me libero de ti, ordeno café mientras la veo alejarse llevándose tus últimos instantes, excepto la servilleta que acaricio y al voltearla descubrir un “volveré mañana”. Recobro el buen estado de ánimo y regreso a casa soñándote entre el monótono golpeteo de los vagones del metro, baterías-bajo baterías-bajo baterías-bajo, luego los chasquidos de los frenos que me incorporan, para volver a reconocer los rostros aburridos de los que vuelven del trabajo, y perder la mente de nuevo en la oscuridad de los largos túneles.
En el fondo de mi cabeza empiezan a retumbar caifanes y coda, las cortinas danzan mientras sus sombras se vuelven contra mi y atrapan las ideas. Ya no escribo, creo que ese trabajo nunca será concluido. De vez en cuando me impulsa el recuerdo de tu mirada transparente, de tu cuerpo obcecadamente vivo en la memoria, de nuestro primer contacto al día siguiente, un melancólico domingo de escasa concurrencia, en que esperé por ti durante horas mientras mi cuerpo bebía la llovizna hasta tu llegada, para salir de la plaza circular y caminar por la calle de hamburgo, a un lugar en donde rompimos el silencio y tomamos cerveza, nos confesamos, palpamos nuestros dedos, reconocimos la geometría de las manos y mis ojos se imantaron con tus ojos: ahí descubrí el navegar en tus aguas entre azul y verdes, sin huesos, sin sangre, asido de la música; un rock intenso que impide pensar me recorre las orejas, acordes que me pesan como concreto en el cráneo, la voz que grita y se aloja en el cerebro y los dientes, las uñas de este rock agudo recolectando telarañas que fluyen por los ojos. Recuerdos que van y vienen, exorcismos robados contra todo arrepentimiento, qué duro estrellarse con los escollos de la memoria, ahora que te he encontrado. Mi sorpresa que flota en el ambiente del bar y te cuestiona si tienes el valor de creerme sin la seguridad de que no te hará daño, y con ella también tu desafío de tomar tu cuerpo, aún más allá de la muerte que se derrite al cruzar los ojos. Nos veríamos la otra semana y ni un solo momento pude despegarte de mi cerebro. Algunas astillas empezaron a caer del mismo por sí solas, durante las tardes en que Pink Floyd me acechaba; los oídos eran el pretexto y la principal vía de acceso. Nada pudo derrumbarte como a las demás cosas que se fueron extirpando en dolorosos conjuros. Ni el humo de los cigarros clandestinos ni los vapores del tequila, ofrecieron resistencia para tu llegada hasta lo más recóndito, a través de un viaje que me cruza el subconsciente y en el que abordas los ritmos del rock del aire, mezclados a veces con acordes barrocos, algún brandenburgo del viejo bach o una sencilla tocata. La duda en la efectividad de esto que comienza me hace temblar, el terror a un nuevo principio que tal vez terminará en un rincón de la memoria sin razón alguna, temores que escuchan los lamentos de las bocinas a dueto con mi alma, incapaces de pensar en otra cosa diferente a ti, de tus ojos clavados hasta la saciedad, azulmente heridos, corrosivos, implacables. Dormido y despierto me pesó toda la semana esa mirada transparente y esa tu sonrisa autora de fósiles rojizos regados por todas partes, de los cuales conservo el de la servilleta y el del bote de tecate que me convencen de tu regreso, cuando las horas cuestionan tu existencia. El maldito espejo que refleja mi impaciencia, las pupilas estrelladas por el humo y Deep Purple que se plantaron anoche, cuando pensaba en lo nada que seríamos, hombre sin mujer, hasta escaparse la duda por los poros.
El día que nos vimos de nuevo llevé mis audífonos, para no perder la sincronía con la música que me acompañó durante la espera. Sentir el agobio del pulso acelerado y el humo de los vehículos, mientras miro por la ventanilla del ruta 100 cómo circulan los fantasmas citadinos; el saber que nos veríamos más o menos por aquí sin precisar el lugar, y en un momento parado en una esquina ver como se aproxima ese mar profundo de tus ojos, añil más intenso en esa tarde cuando abordamos otro autobús que nos llevaría a una fiesta. Viajar por la calzada de los misterios, como el de tus ojos, tu rostro, tu nombre, tu todo. Solo te conozco a través de los estallidos rockeros que compartimos las otras ocasiones, y que me conforman tu presencia en las tardes solitarias. Bajarnos en el mercado de la villa en donde la gente observa tu silueta descontextuada, contrastante, el color de tu vestido estrecho, tus piernas abriéndose paso entre las miradas curiosas y sorprendidas. Te sigo sin cuestionarlo mientras comemos gorditas secas de maíz como mazapanes, cuando el ruido en el altavoz del vendedor de perlas de hígado de tiburón que sirven para todo, ahogan el deseo por escuchar algo más musical y mirar más adentro de tu mirada azul, en donde se reflejan compases deshilados, percusión-bajos percusión-bajos percusión-bajos y el temblor en mis manos cuando te acercas y tu voz que apenas me responde. Después de caminar media hora por calles grises como esta tarde, con las casas tan parecidas que juntan basura en sus banquetas, llegamos a donde te invitaron; ver por fin el interior de una de ellas, de gran patio y habitaciones del lado izquierdo, con los techos de láminas como en toda la colonia. El polvo del piso que vuela en los bailes frenéticos, los vidrios que tiemblan cuando golpea la batería el greñudo de los lentes oscuros, los otros con guitarras, bajos, teclados. Y el humo que circula con los cigarros que nos prenden. Luces de colores mezclándose con el aire de la noche, te persigo entre la masa de jóvenes a veces que te alejas, busco tu sensualidad que decapita mi cordura y el recuerdo del pasado diluido en unos tragos de vino tinto. En un rincón las latas de cerveza que todos tiran, frente a un muro estampado con una cruz negra. Al comunicarte que me retiro de todo y de todos te me pierdes entre la fiesta. Encontrarme de nuevo contigo ofreciéndome la copa de tinto, por cuyos bordes escurre la sangre que ha brotado de tu muñeca, herida con una tapa de lata de cerveza. Tus labios impregnados de ella, las marcas que dejaste en algunos botes de tecate, como fósiles de besos eróticos, en espera de encontrarlos para consumar lo que deseamos, lo que deseo, emerja de estas tumbas de mi pasado. Tu copa de tinto más rojo, el desafío de tomarlo y tomarte, fusionarnos entre el estallido del rock que envuelve la noche y contaminarnos de todo lo letal y lo placentero. Tomar ese vino que te posee, y ahora buscar en el rincón entre los cientos de latas vacías aquellas que te pertenecen, saborear tu sangre en las huellas impresas y los dejos de saliva, o perecer lapidado por los jóvenes enloquecidos, en ese rincón donde la cruz negra espera amenazadora.
Regresamos hasta mi casa a la habitación de la azotea sin dejar de reprocharme mi cobardía, y entre algunos sueños espirales producto del cigarro y del tinto, palparte por última vez, romper el magnetismo que me hacía ondular desde tu mirada de cielo, en donde se me revelaban las libélulas de tus sueños, alborotadas y enloquecidas por la música estridente que se apelmazó en mis oídos, cubriéndolos por completo y confinándome en el cuarto por muchas tardes, para pensar en tu desafío no enfrentado y en las células que mueren desde que te fuiste, en el arcoiris que aparece en las tardes lluviosas sin el color azul, esfumado con tus ojos; en este momento en que estoy hasta la madre del rock que llegó contigo, y al que ahuyento fumándome los últimos segundos restantes, del cigarro que dejaste olvidado en mi memoria.

Ya no queda
sino seguir amando esto tan sucio
tan sin sentido

(“La persistencia”)
-Félix Dauajare-